miércoles, 22 de abril de 2009

La pasión no se mancha



Para darme aires de animador jocoso y simpático, voy a comenzar esta crítica reflotando el espíritu lúdico del lector proponiéndole un juego. El desafío consiste en que imagine una película que narre las relaciones amorosas y pasiones de la tercera edad como un cuentito idealizado en el que la única forma de demostrar el cariño, la ternura y el respeto en la pareja sean con simples caricias o fríos roces de labios, donde después de las seis décadas no haya lugar para el sexo y los placeres carnales sino para la mera compañía que durará hasta que la muerte los separe. Un mundo de encuadres perfectos, de puestas en escenas majestuosas con colores chillones típicos del qualite europeo que permitan el lucimiento de la dama, esbelta y radiante, y del caballero, firme y señorial. Para ambos, la grasa abdominal y la flacidez de las carnes es sólo una quimera. Contémplelos. Están viviendo el ocaso de la vida con la jubilosa e inmaculada sensación de que han hecho de este mundo un lugar mejor. Ahora sienta la música de fondo, los suaves violines que invitan a presuponer un final feliz y a creer que existe un mas allá donde los protagonistas serán felices por los siglos de los siglos; pretenda que son que auténticas las frases trilladas y cursis que escupen los ancianos protagonistas mientras los invade la emoción y las lágrimas chorrean a borbotones. Siéntase dentro de ese pastiche ¿Lo logró? Perfecto, ahora imagine una película diametralmente opuesta a esa y tendrá como resultado a Nunca es tarde para amar.
Cambie a la luminosa y curvilínea anciana por Inge (Ursula Werner), una costurera sesentona, rellena y de grasas caídas, harta de la cotidianeidad, que vive un affaire con Karl (Horst Westphal), un cliente. Invierta los arrumacos y mimos juveniles con su marido Werger (Horst Rehberg) en el cálido lecho hogareño por sexo furibundo y salvaje con su amante en el piso del departamento de este. Suba varios tonos a los susurros de aquel idílico matrimonio hasta que obtenga gemidos y orgasmos dignos de adolescentes seminales. Para Andreas Dresen, uno de los directores más importantes del llamado nuevo cine alemán, la vejez no implica fulgorosos colores sino grises y sombras, blancos y negros. La película tiene una cámara que se inmiscuye, un registro más cercano al documental testimonial que al de ficción, ambientes lúgubres y oscuros donde sólo en el comedor del tercero en discordia y al momento de concretar la infidelidad, la luminosidad toma por asalto la pantalla. Tergiverse esos últimos años de vida rodeado de nietos y joviales caminatas por visitas a geriátricos, largos silencios sólo interrumpidos por el sonido de la cafetera y ejercicios sobre colchonetas para ejercitar las gastadas articulaciones. En esta historia no hay lugar para frases rimbombantes y altisonantes, pero sí para chistes autoconcientes sobre la impotencia, que existe y se sufre (“¿Cómo cogen dos viejos de ochenta años? Ella hace la vertical y él se tira desde arriba”). Imagínese un final angustiante y doloroso, sin romanticismos ni violines, con culpas y en silencio.
Si el lector atendió al desafío, habrá obtenido una película desconcertante que patea el tablero de los lugares comunes y muestra que la pasión y las hormonas no envejecen. Por la temática que toca y por el prejuicio que genera su engañoso título local, Nunca es tarde para amar parecía un juego con otras reglas.

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